Heraclio se levantó indignado y elevó la voz más de lo habitual en él: – ‘¿Insinúas que el gran Emperador ha engañado a su pueblo?’ Pero Belisario permaneció sentado y contestó con calma y una medio sonrisa a las acusaciones de su compañero de mesa: ‘Yo sólo transmito la información que me ha llegado, Heraclio. Constantino debe estar siempre al tanto de lo que ocurre en el seno de su ciudad.’ Heraclio volvió a sentarse, aunque su cara reflejaba la ira que se seguía acumulando en su cuerpo. Constantino había permanecido impasible ante la noticia y la posterior escena, pero aclaró su garganta y todos callaron.
– ‘Si lo que dices es cierto, tenemos un gran problema, Belisario.’ Lo dijo con seriedad, pero con una firmeza y una seguridad que hacía pensar que él solucionaría eso y mucho más, si hiciera falta.
‘Las malas lenguas siempre han sido la raíz del principio del fin de muchos Imperios. ¿Acaso no fue el gran César asesinado por culpa de la viperina lengua de su amado Bruto, cuyas conspiraciones acabaron con uno de los grandes Emperadores de la historia? Traicionado por sus hombres más cercanos, matado por la espalda…’
Mientras decía esto, miraba todo el rato a Belisario, que no fue capaz de mantener la mirada durante más de dos o tres segundos. ¿Sabía algo Constantino? Continuó hablando, despacio y con serenidad: ‘Sí, mi querido Belisario… debemos tener cuidado… nuestro Imperio pasa por un momento peligroso, y haríamos mal en no estar pendientes de esas malas lenguas.’
Un silencio tenso siguió a estas palabras. Heraclio incluso llego a pensar que Constantino iba a abalanzarse sobre Belisario. Belisario miraba a Uranos como quien pide auxilio, pero su mirada no fue correspondida por éste, que observaba a Constantino con una mezcla de temor y admiración.
Entonces algo cambió en la expresión de Constantino, que sonrió, se levantó rápidamente y dijo: “Bien, sabéis lo que debéis hacer. Contactad con los generales. Esta misma tarde nos veremos en la puerta de la Muralla Este y empezaremos a organizar las defensas. Esta ciudad ha sobrevivido a decenas de asedios y volverá a hacerlo.”
Belisario, Heraclio y Uranos supieron que la reunión había terminado. Se levantaron, y, sin dirigirse la palabra, abandonaron cabizbajos y pensativos la casa.
En cuanto Heraclio entró por la puerta de su hogar, su esposa Irene supo que algo grave ocurría. La cara de su marido reflejaba una angustia y preocupación poco habituales en él. Cuando le preguntó que ocurría, Heraclio la miró a los ojos y dijo: “Los eslavos nos atacan. Ya están aquí.”
El gesto de horror de su mujer no hizo que se contuviera a la hora de seguir contándole lo ocurrido. Siempre le había sido sincero sob.re cualquier tema y no iba a hacer una excepción ahora que sus vidas corrían peligro: “Pero eso no es lo peor. A los enemigos estamos acostumbrados. Los hemos vencido antes. Lo que no es normal en Bizancio es la desunión. Por primera vez en mi vida, Irene, creo que la autoridad del Emperador está en peligro. Si nos destruimos a nosotros mismos, si no nos mantenemos juntos, los eslavos podrían ser un enemigo más temible que cualquier otro.”
Irene se acercó a Heraclio. Ahora que se había desahogado parecía aún más agobiado que al entrar. Aunque el miedo le corroía por dentro, Irene intentó mantener la calma. “¿Por qué dices eso? Todo el mundo en este lugar ama y respeta al Emperador. Jamás le abandonarían.” Heraclio intentó replicar, pero su esposa le besó brusca pero tiernamente en la boca. Mientras unía sus labios a los de la mujer a la que amaba, se convenció a sí mismo de que ocultar información no era dejar de ser sincero. Además, cuanta menos gente supiera que Belisario tramaba algo, mejor.
En ese momento, aparecieron Elia y Zoe. Heraclio sintió como si alguien le agarrase el estómago por dentro al ver a sus dos hijas correr hacia él. No puedo evitar pensar durante un instante en la cruel posibilidad de su muerte. La pequeña Zoe se echó sobre él con una amplia sonrisa mientras que Elia, de once años, obligó a su madre a volver a la cocina para continuar enseñándole el arte de preparar la comida. Cuando se quedaron solos, Heraclio devolvió la sonrisa a Zoe, aunque en realidad lo que más le apetecía no era sonreír, sino llorar.