Esta historia empieza con un día de radiante sol, nada de tristeza ni de depresiones, que de eso está muy lleno el mundo.
Pedro vivía en una villa pequeña, donde la gente se conocía de toda la vida y todos se saludaban al pasar. Allí, los días pasaban con tranquilidad, los niños corrían por las calles y los pescadores faenaban sin cesar rodeados siempre de ávidas gaviotas que piaban por los restos de la pesca; el sol brillaba casi todo el año, pero era en verano cuando bronceaba las pieles de los escasos turistas que les visitaban y calentaba los sencillos hogares del pueblo.
Cada mañana, al despertar con el canto de la alondra que sobrevuela los campos, Pedro preparaba el desayuno a su madre y acompañaba a Laurita al colegio antes de salir corriendo hacia el puerto a ver las embarcaciones llegar. Le encantaba oír los gritos de los pescadores al amarrar los barcos y ver con qué rítmica sintonía amontonaban cajas de viandas que parecían no acabar nunca, se notaba que ese estaba siendo un buen año para todos.
En el puerto pasaba el tiempo justo antes de ir al trabajo. No era gran cosa, algo que hacer para ayudar en casa a su madre, pero había descubierto que era el motivo que le hacía levantarse cada mañana. Su madre creía que era por Carmen, su alegre compañera de sonrosadas mejillas y hablar cantarín, una buena amiga suya con la que pasaba gran parte de las horas, pero lo que de verdad tenía a Pedro enamorado eran los libros. El trabajo que había conseguido era en la pequeña librería de don Alfonso, un hombre ya mayor a quien costaba llegar a los más altos estantes y que apenas lograba ver los títulos de los tesoros que guardaba. Para ayudarle siempre había estado Carmen, su sobrina, pero ya no podía sola y por eso empezó él. Nada podía haberle hecho más ilusión.
En un pueblo tan pequeño nunca había tenido la oportunidad de viajar y con la lectura de los ejemplares que siempre le prestaba don Alfonso había realizado en poco tiempo los más asombrosos recorridos en el espacio y el tiempo: había sido testigo de la Guerra de Troya de la mano de Aquiles, espadachín en la corte del rey Arturo y había descubierto las maravillas que escondía la historia de Alicia. Paseando entre los estantes muchas veces sentía que los libros le llamaban, oía voces de princesas de lejanos reinos y versos de grandes como Garcilaso y Lorca, oía cómo Holmes y Watson resolvían crímenes y cómo en Gryffindor entrenaban sobre escobas… Todo un mundo y mil historias que en tan poco espacio tenían cabida y le hacían soñar con volar.
De los libros aprendió Pedro todo lo que sabía, fueron los libros mentores y guías esenciales, fuerza en momentos de debilidad y amigos en cualquier ocasión. Nada podía gustarle tanto como pedir prestado un libro y subir a la única colina del pueblo para, bajo el almendro, devorarlo a tiempo para llegar a casa a comer. Eso hizo aquel día, como tantos otros. Era un día soleado.